Entré
en el jardín, con los zapatos en una mano y las llaves en la otra.
Tuve que apoyarme un momento junto a la puerta antes de continuar.
Aún me daba vueltas la cabeza, pero tenía que entrar en casa sin
hacer ruido.
Di
un paso al frente y escuché un ruido molesto. Fruncí el ceño,
mirando a mis pies. Di otro paso y volví a escucharlo. Esta vez
estaba segura de que no podía provenir de mí. Mis pasos no sonaban
como un timbre. Me volví y pude ver una silueta al otro lado del
cristal opaco de la puerta de entrada. La abrí a toda prisa y me
puse un dedo sobre los labios.
—Shhhhhhh
—le dije a un chico joven vestido de rojo y gris, que dio un
respingo al verme—. ¿Qué quieres?
—Traigo
una carta para Xavier Rovira —contestó, mirándome de arriba
abajo.
—Es
domingo —dije con suspicacia, observándolo con los ojos
entrecerrados.
—Es
una entrega muy urgente… —Parecía algo desconcertado.
—Ya
la recojo yo. Soy su hija —repuse, extendiendo una mano poco firme.
—Tengo
orden de entregarla al destinatario en persona —objetó el chico.
Lo miré con dureza e intenté replicar, pero creo que solo me salió
un balbuceo. El chico estaba visiblemente incómodo.
Escuché
abrirse la puerta de casa y corrí hacia la calle, pero la voz de
papá me detuvo.
—No
te molestes; te he escuchado por el telefonillo —comentó con
aparente calma—. Después hablaremos acerca de si las diez de la
mañana es una hora razonable para volver a casa.
—Esto
es por tu culpa —susurré al mensajero, que sonrió y se encogió
de hombros.
Mi
padre enseñó su DNI, firmó el albarán de entrega y cerró la
puerta.
—¿Y
bien? —murmuró, mientras abría la carta.
—Era
una despedida de soltera. Y sabes cómo es Helena…
—Sí,
seguro que una chica ociosa de cincuenta kilos ha podido obligarte a
beber hasta tambalearte —replicó.
Entramos
en casa y tropecé con el escalón antes de poder contestar.
—En
realidad, fueron dos amigas suyas —maticé. Era cierto; ellas me
inmovilizaron mientras Helena me hacía beber vodka.
Mi
padre se detuvo bruscamente y choqué contra su espalda.
—¡Papá!
—protesté. Entonces vi su expresión y me asusté—. ¿Qué pasa?
—George
Habbott ha muerto —contestó. Echó a andar hacia su despacho y,
tras el shock inicial, lo seguí.
—¿Cómo?
¿Qué le ha pasado? —inquirí, entrando tras él y cerrando la
puerta.
—No
lo sé, cariño. Es una citación de su abogado. Debo ir a Londres
para la lectura del testamento.
Me
quedé de pie mirando al vacío por un momento. Apenas había tratado
con él, pero me dolía pensar que alguien tan adorable y alegre como
George ya no estuviera en ese mundo. Mi padre parecía abatido. Eran
amigos desde hacía años. Me acerqué a él y lo abracé con fuerza.
—Lo
siento muchísimo —dije.
—Yo
también —contestó, y esbozó una débil sonrisa—. Gracias por
el gesto. Ahora ve a ducharte; hueles a bar de mala muerte.
Cuando
entré en mi habitación, lo único en lo que pensaba era en dormir.
Tiré al suelo el bolso y los zapatos, me deshice del vestido y me
puse la primera camiseta ancha que encontré. Pero cuando me metí en
la cama, pese al cansancio, tuve problemas para conciliar el sueño.
Noté algo húmedo en la mejilla. Me di cuenta de que una lágrima
resbalaba por ella y la sequé con el dorso de la mano.
Desperté
ya bien entrada la tarde. Entonces sí me di una ducha y bajé al
salón, donde se encontraba mi hermana Sofía.
—Sigo
enfadada porque no me invitarais —dijo.
—Tú
ya vienes a la otra —gruñí, dejándome caer en el sofá a su
lado— Y no pienses que a mí me apetece ir a dos despedidas de
soltera.
La
de la noche anterior había sido una pre-despedida con las amigas que
no podían ir a la boda. Ésta iba a celebrarse a bordo de un crucero
por el Mediterráneo, y a Helena le parecía inconcebible que no todo
el mundo estuviera dispuesto a sacrificar dos semanas de vacaciones y
un mes de sueldo por el evento.
—¿Y
los demás? —pregunté.
—Alex
debe estar con su querida. Mamá hoy tenía una reunión a la hora de
comer, pero debe estar al caer. Y papá ha dicho que se iba un par de
días a Londres.
En
otra familia, que un miembro se fuera de repente al extranjero podía
ser algo fuera de lo común, pero en la nuestra era el pan de cada
día.
—¿Ha
dicho a qué iba? —pregunté. Mi hermana negó con la cabeza
mientras continuaba hojeando la revista que tenía en las manos.
La
puerta de la entrada se abrió de repente y levanté la vista,
esperando encontrarme con mi madre. Sin embargo, quien entró a
trompicones tropezando con dos grandes maletas fue Héctor.
—¿Dónde
están mis chicas? —exclamó, tirando el equipaje de cualquier
manera en el recibidor.
—¡Héctor!
¡Llegas tres semanas antes! —Sofía se puso en pie de un salto y
corrió a abrazarlo.
—He
terminado un proyecto y me aburría, así que he adelantado las
vacaciones —contestó, estrechándola con fuerza.
—Que
mal vives —bromeé con una sonrisa mientras me estrujaba a mí
también.
—¿Y
los demás? —preguntó.
Sofía
lo puso al día mientras él se espatarraba en el sofá.
—Pues
nada. Me voy de parranda —dijo, volviendo a levantarse en cuanto mi
hermana terminó de hablar.
—¿A
las siete de la tarde de un domingo? —exclamé.
—Para
mí son como las doce del mediodía —contestó, un segundo antes de
desaparecer dando un portazo. Sofía me miró y se encogió de
hombros.
—¿Vemos
una peli o algo? —sugirió.
No
supimos nada de mi padre hasta el día siguiente, o al menos es
cuando mi madre nos informó oficialmente de lo que había ido a
hacer a Londres. Alex parecía afectado ante la noticia de la muerte
de George Habbott. Lo habíamos conocido a la vez en mi primer viaje.
Papá volvió ese mismo día por la noche con una jaula y un paquete
en sendas manos. Apoyó la primera en el sofá y de ella salió un
gato gordo que reconocí de inmediato.
—¿Te
ha dejado a Chester? —exclamé, sorprendida—. No sabía que
George y tú erais amigos hasta ese punto.
Aquel
gato era lo más preciado para George. Mi padre asintió.
—A
partir de ahora, vivirá con nosotros.
El
animal se estiró mientras se afilaba las uñas en la alfombra del
salón —ante la evidente consternación de mi madre— y saltó
sobre la butaca de mi padre, donde se hizo un ovillo y se durmió
como si aquella casa fuera la suya desde siempre.
—¿Y
ese paquete? —preguntó Alex.
—Nada
que os incumba —replicó papá, encaminándose a su despacho.
—Mal
rollo —escuché decir en voz baja a Héctor.
Puede
que, como yo, también tuviera la extraña sensación de que quizá
hubiéramos heredado de George algo más que el gato.